A esas horas de la mañana no tenía paciencia para nadie, normal que
terminase con un cuchillo entre pecho y espalda. El
día empezó con un golpe sordo en el desván que me sobresaltó. "Malditos
gatos", me dije, pero mis pensamientos rápidamente se tornaron en agobio
al darme cuenta que me había dormido y seguramente perdería el autobús de las
7,45 a Jaén. Salte como un resorte y me vestí lo más rápido que pude mientras
esprintaba escaleras abajo haciendo malabares con las mangas de mi camisa. El
taxi permitió que llegase a tiempo, pero el día que me esperó en la Universidad
me hizo maldecir el golpe, ya que mejor hubiese sido dormir a despertarme para
el día que me esperaba: consejo de departamento, alumnos alborotados y experimentos
fallidos. “Día aciago”, pensé cuando por fin me monté en el autobús de vuelta a Granada.
Al bajar de la
estación ya había anochecido, aunque el clima incitaba a pasear gracias a la
brisa cálida, esa que eriza el bello de los brazos y nuca, y que por fin le
daba el principio de la primavera a la caída de la noche.
En esos momentos lo
vi, tenía un aspecto extrañamente familiar pero la cara estaba hinchada, abotargada
y llena de gran cantidad de venas inflamadas, que le daban más el aspecto de un semáforo al rostro.
Vestía un abrigo largo, sucio y de cuero marrón, extraño para la estación del
año y que me hizo que pensase que era un simple mendigo.
Sin mediar palabra y solo balbuceando extraños
quejidos, se acercó y saco una reluciente hoja metálica, gruesa y con una empuñadura con una piedra
negra. Sin darme tiempo a reaccionar me la clavo en el pecho.
Caí al suelo desplomado por el dolor y el empujón que me profirió en la huida. Tumbado en el suelo lo veía arrastrarse más que correr por los aparcamientos de la estación. Los taxistas de la parada cercana corrieron a auxiliarme, escuché el chapotear de sus zapatos en el charco de sangre en el que me encontraba tumbado, que manaba de una profunda herida en el lado izquierdo de mi pecho. Tenía un profundo dolor en el pecho, luego todo se tornó oscuro y perdí el conocimiento.
Caí al suelo desplomado por el dolor y el empujón que me profirió en la huida. Tumbado en el suelo lo veía arrastrarse más que correr por los aparcamientos de la estación. Los taxistas de la parada cercana corrieron a auxiliarme, escuché el chapotear de sus zapatos en el charco de sangre en el que me encontraba tumbado, que manaba de una profunda herida en el lado izquierdo de mi pecho. Tenía un profundo dolor en el pecho, luego todo se tornó oscuro y perdí el conocimiento.
Me desperté en la
cama de hospital aturdido y asustado, ya que mis últimos pensamientos fueron
“me muero”. Entonces la vi por primera vez. Seguramente los efectos de los
calmantes hicieron que no me fijase en ella con tanta atención como el resto
de mi estancia en la habitación del hospital. Natalie, ese era el nombre que aparecía
en la reluciente chapa que mostraba en su uniforme, me contó que había tenido
suerte, que un poco más de profundidad y no lo habría contado. También me dijo
que la policía encontró el cadáver del vagabundo, al lado de la estación,
víctima de numerosas hemorragias internas. El vagabundo dejo de ser el foco de
mis pensamientos, y fue sustituido por Natalie. Sus venidas cada vez fueron más
frecuentes en el mes que estuve hospitalizado y nos intercambiamos la información
necesaria para saber que era soltera, francesa y le encantaba la comida
japonesa. Para mí cada día más atractiva, su corta melena era un marco para un
rostro fino y con mejillas pecosas. Sus ojos eran de un verde oliva oscuro y su
sonrisa mostraba unos dientes blancos y cuidados. El último día me armé de
valor y le pedí el número de teléfono, esa misma tarde la llame y quedamos al
día siguiente. Nunca fui lanzado en las relaciones con mujeres, pero supongo
que el flirteo con la muerte me dio ese empujoncito.
A la semana me desperté
en su cama tras tener sexo durante la noche. Su blanco cuerpo estaba desnudo
con la espalda de perfil mirando hacia mí. El amanecer entró tímidamente por la
ventana abierta de su ático para dar paso a una claridad que hizo que su piel
pareciese cobrar vida. Se dio la vuelta y me sonrió, para de repente lanzarse
sobre mí y besarme. En ese momento y todas las demás veces, hicimos el amor.
Natalie se mudó a
las pocas semanas a la destartalada herencia familiar que era mi casa en el
bajo Albayzin. Una vetusta casa de dos plantas, tres dormitorios y un desván
abuhardillado en el que se guardaban cajas con cosas olvidadas de mi familia.
Natalie era
maravillosa. Perdió a sus padres a edad temprana como yo, pero fue criada por sus tíos, yo lo fui por mis
abuelos, hasta que mi abuelo desapareció sin dejar rastro y pasé a estar solo
bajo la estricta supervisión de mi abuela, la que me obligó a estudiar una
carrera universitaria pese a mi carácter rebelde, pero esto me permitió que
acabase trabajando como ayudante doctor en la universidad de Jaén, dando clases
e investigando, esto último era mi pasión.
Un año después me
encontraba arrodillado en el mirador de San Nicolás. Diluviaba, esto espantó a
los guiris, y permitió que nos quedásemos solos mientras los turistas corrían
en todas direcciones para guarecerse. Me dijo que si y fui el hombre más feliz
del mundo.
Empezamos a
redecorar la casa. Natalie mostró una faceta creativa que me sorprendió por un
lado pero que me dejaba extenuado por otro al tenerme como mulo de carga
moviendo muebles de un lado para otro. El desván se convirtió en su fuente de
inspiración y de muebles, ya que todos los cachivaches que allí había le
fascinaban y luego me obligaba a bajarlos para restaurarlos con sus hábiles
manos. Me encantaba su traje de faena, compuesto por una de mis viejas camisas
azules tipo Oxford y unos pantalones cortos. Se estaba dejando el pelo largo,
por lo que se lo recogía con una pequeña coleta que me permitía besarle el
cuello por la espalda mientras la abrazaba por detrás. Una tarde me dio una
caja con libretas de mi abuelo y me pidió que moviese un pesado taquillón que
había delante de una de las paredes y de la habitación y cuya caída fue la
responsable del ruido sordo que escuche el día que sufrí el apuñalamiento. Al
retirarlo me percate de un extraño dibujo geométrico que había en la pared,
justo detrás del mueble. Estaba compuesto de una gran cantidad de segmentos rectos
que parecían describir un espacio rectangular, pero que se encontraban
desplazadas unos con respectos a otros en ángulos que parecían desafiar la
imaginación. Al mirarlo fijamente, el espacio parecía enfocarse y desenfocarse
en el plano de la pared. No le di importancia, últimamente tenía problemas de
presbicia, los cuales no quería reconocer por ser sintomático de la edad. Esa
noche ojeé los cuadernos de mi abuelo y le hice una presentación de uno de los
miembros más notables y raros de mi familia, el abuelo Guzmán. Era un gran
matemático, eso decían en la facultad sus compañeros de departamento de geometría
plana y del espacio, pero con tendencia a desvariar y a la soledad en los
últimos años antes de su desaparición. Él nunca mostró mucho interés por mí ni
por mi abuela, así que yo no sentí mucho su desaparición. En la familia se pensó
que estaría en la alpujarra dando rienda suelta
a sus desvaríos. Natalie se mostró atenta a mi historia y al terminar dirigió
su mano a mis genitales suavemente, para luego presionarlos bruscamente,
mientras me decía entre risas que si era genético el abandonar a las mujeres en
mi familia me despidiese de mi virilidad. Hicimos el amor y dibuje nuestros
nombres en su espalda con la yema de los dedos, mientras le decía al oído que
en mí ese gen era recesivo.
Natalie se marchó a
visitar a su tío, que tenían problemas de salud. En su ausencia comencé a pasar
mucho tiempo en el desván y comencé a ojear las libretas de mi abuelo. Paralelo
a su lectura comencé a fijarme de manera más concienzuda en el extraño dibujo
de la pared y he de reconocer que cada vez me daba me causaba más intranquilidad,
al igual que los cuadernos. Mi abuelo garabateaba sobre dimensiones dentro de
esta dimensión y la apertura de puertas con marcas geométricas que permitiesen
viajar a otros puntos temporales y sobre posibles secuelas físicas que podrían
dejar.
Dejé de leer los
libros, pero no de mirar a la figura de la pared. Un día me armé de valor y
acerque mi mano al rectángulo central, mientras lo hacía parecía que la pared
latía y venia hacía mí y no yo hacia ella. Retire la mano aterrado. Al día
siguiente traje un ratón del laboratorio y lo acerque a la pared, para mi
asombro el pobre animal al acercarse a la pared desapareció, como si esta lo
devorase. Convencí a Natalie para subir el pesado taquillón y lo coloque
delante de la marca. Me daba miedo, no le conté nada a ella de mis lecturas
ni de la experiencia con el ratón, preferí olvidarlo.
Natalie se recuperó
de la muerte de su tío. Yo le dije bromeando que quién mejor que nuestro hijo
para que nos llevase las arras y decidimos intentar tener uno. Fue en la
alpujarra, esa noche bebimos mucho y Natalie me compró un abrigo largo de cuero
marrón en un mercadillo del pueblo que regentaban unos hippies. Utilicé el
abrigo para hacerle un striptease, se rió tanto que cayó de la cama. Hicimos el
amor en el suelo y surgió la pequeña Lucía.
Tres meses después
Natalie tenia fuertes jaquecas y desmayos que asocie al embarazo, pero cada vez
esa teoría me convencía menos. Al mes fuimos a la consulta de un amigo oncólogo,
tras unos resultados sospechosos en analíticas: glioblastoma.
Natalie no quería
que la interviniesen, sabia tan bien como yo de la progresión del tumor a un
plazo medio y no quería que pudiese influir en la gestación de la pequeña Lucia.
También se negó a la quimio. Yo no hice nada, salvo respetar su decisión, en la
intimidad lloraba. Natalie empeoraba por momentos y me pidió que nos fuésemos a
la alpujarra. Me marché con ella en el sexto mes de embarazo. Dos semanas después
moría entre mis brazos, como un pequeño pez de colores que salta de la pecera.
Llore con ella entre mis brazos y no fui capaz de reaccionar. La pequeña Lucia
muere junto a su madre, según los médicos, nada se pudo hacer.
A los tres días estoy
en mitad del salón de mi casa rodeado de gente, vivo en un silencio sordo rodeado
de voces de amigos y familiares, similar al zumbido que provoca la caída de un obús,
nunca lo he experimentado, pero eso dicen en las películas.
El obús cayó y mi mundo
se vino abajo.
Pasan las semanas y
no salgo de la casa, pierdo peso y duermo para soñar con ella, pero todas las
mañanas la realidad me la arrebata de mis brazos. Mis amigos comienzan a preocuparse.
Me obligan a reinsertarme en la sociedad. Pasa el tiempo y conozco a Julia. Julia
es guapa y muy dulce, comenzamos a salir y practicamos sexo, solo sexo, pienso
que llegará un momento en que haga el amor con ella.
Julia se instala en
mi casa, es 8 años más joven que yo y es un torbellino de vitalidad, me dejo
llevar para engañarme a mí mismo. Pasan los meses y Julia cambia mi mundo,
empezando por mi ropa, la clasifica y lo que no le gusta o esta viejo, lo
empaqueta. Las cajas son bastante grandes, pero me dejo llevar. Creo que me
estoy enamorando de nuevo.
Una tarde Julia
vuelve, me regaña por la caja de ropa que aún no he subido al desván y saca un
pequeño paquete del bolsillo de su abrigo y me lo entrega, mientras me dice
feliz cumpleaños. No había caído en eso, no quería cumplir años. Se lo agradezco con un efusivo beso en la
boca y comienzo a desnudarla. Se aleja de mi burlona y me dice que primero abra
el regalo, suba la caja de ropa, y después ya veremos. Abro el regalo y resplandece
con la luz de la sala: un abrecartas con hoja plateada, gruesa y con una
piedra negra en la empuñadura, me quedo petrificado al verlo, me pica la herida.
Mientras, Julia no estaba mostrando atención, se encontraba sacando de un armario
el grueso y largo abrigo de piel marrón que me regalo Natalie, me lo colocaba
sobre los hombros como si de un maniquí me tratase, mientras me decía que lo
subiese también arriba de una vez por todas.
Julia recibe una
llamada. Mientras subo de manera pesada y como un autómata la escalera me doy
cuenta de lo viejo y roído del largo y pesado abrigo y me guardo el abrecartas
en un bolsillo. La cicatriz del pecho pica más. Lloro por Julia, pero me digo
que merecerá la pena.
Lo último que oye
Julia es el retumbar en el techo del pesado taquillón desplazándose.