lunes, 11 de marzo de 2013

Geometría del pasado



A esas horas de la mañana no tenía paciencia para nadie, normal que terminase con un cuchillo entre pecho y espalda. El día empezó con un golpe sordo en el desván que me sobresaltó. "Malditos gatos", me dije, pero mis pensamientos rápidamente se tornaron en agobio al darme cuenta que me había dormido y seguramente perdería el autobús de las 7,45 a Jaén. Salte como un resorte y me vestí lo más rápido que pude mientras esprintaba escaleras abajo haciendo malabares con las mangas de mi camisa. El taxi permitió que llegase a tiempo, pero el día que me esperó en la Universidad me hizo maldecir el golpe, ya que mejor hubiese sido dormir a despertarme para el día que me esperaba: consejo de departamento, alumnos alborotados y experimentos fallidos. “Día aciago”, pensé cuando por fin me monté en el autobús de vuelta a Granada. 

Al bajar de la estación ya había anochecido, aunque el clima incitaba a pasear gracias a la brisa cálida, esa que eriza el bello de los brazos y nuca, y que por fin le daba el principio de la primavera a la caída de la noche. 

En esos momentos lo vi, tenía un aspecto extrañamente familiar pero la cara estaba hinchada, abotargada y llena de gran cantidad de venas inflamadas, que le daban más el aspecto de un semáforo al rostro. Vestía un abrigo largo, sucio y de cuero marrón, extraño para la estación del año y que me hizo que pensase que era un simple mendigo.

Sin mediar palabra y solo balbuceando extraños quejidos, se acercó y saco una reluciente hoja metálica,  gruesa y con una empuñadura con una piedra negra. Sin darme tiempo a reaccionar me la clavo en el pecho.

Caí al suelo desplomado por el dolor y el empujón que me profirió en la huida. Tumbado en el suelo lo veía arrastrarse más que correr por los aparcamientos de la estación. Los taxistas de la parada cercana corrieron a auxiliarme, escuché el chapotear de sus zapatos en el charco de sangre en el que me encontraba tumbado, que manaba de una profunda herida en el lado izquierdo de mi pecho. Tenía un profundo dolor en el pecho, luego todo se tornó oscuro y perdí el conocimiento.

Me desperté en la cama de hospital aturdido y asustado, ya que mis últimos pensamientos fueron “me muero”. Entonces la vi por primera vez. Seguramente los efectos de los calmantes hicieron que no me fijase en ella con tanta atención como el resto de mi estancia en la habitación del hospital. Natalie, ese era el nombre que aparecía en la reluciente chapa que mostraba en su uniforme, me contó que había tenido suerte, que un poco más de profundidad y no lo habría contado. También me dijo que la policía encontró el cadáver del vagabundo, al lado de la estación, víctima de numerosas hemorragias internas. El vagabundo dejo de ser el foco de mis pensamientos, y fue sustituido por Natalie. Sus venidas cada vez fueron más frecuentes en el mes que estuve hospitalizado y nos intercambiamos la información necesaria para saber que era soltera, francesa y le encantaba la comida japonesa. Para mí cada día más atractiva, su corta melena era un marco para un rostro fino y con mejillas pecosas. Sus ojos eran de un verde oliva oscuro y su sonrisa mostraba unos dientes blancos y cuidados. El último día me armé de valor y le pedí el número de teléfono, esa misma tarde la llame y quedamos al día siguiente. Nunca fui lanzado en las relaciones con mujeres, pero supongo que el flirteo con la muerte me dio ese empujoncito.

A la semana me desperté en su cama tras tener sexo durante la noche. Su blanco cuerpo estaba desnudo con la espalda de perfil mirando hacia mí. El amanecer entró tímidamente por la ventana abierta de su ático para dar paso a una claridad que hizo que su piel pareciese cobrar vida. Se dio la vuelta y me sonrió, para de repente lanzarse sobre mí y besarme. En ese momento y todas las demás veces, hicimos el amor.

Natalie se mudó a las pocas semanas a la destartalada herencia familiar que era mi casa en el bajo Albayzin. Una vetusta casa de dos plantas, tres dormitorios y un desván abuhardillado en el que se guardaban cajas con cosas olvidadas de mi familia.

Natalie era maravillosa. Perdió a sus padres a edad temprana como yo, pero fue criada por sus tíos, yo lo fui por mis abuelos, hasta que mi abuelo desapareció sin dejar rastro y pasé a estar solo bajo la estricta supervisión de mi abuela, la que me obligó a estudiar una carrera universitaria pese a mi carácter rebelde, pero esto me permitió que acabase trabajando como ayudante doctor en la universidad de Jaén, dando clases e investigando, esto último era mi pasión.

Un año después me encontraba arrodillado en el mirador de San Nicolás. Diluviaba, esto espantó a los guiris, y permitió que nos quedásemos solos mientras los turistas corrían en todas direcciones para guarecerse. Me dijo que si y fui el hombre más feliz del mundo.

Empezamos a redecorar la casa. Natalie mostró una faceta creativa que me sorprendió por un lado pero que me dejaba extenuado por otro al tenerme como mulo de carga moviendo muebles de un lado para otro. El desván se convirtió en su fuente de inspiración y de muebles, ya que todos los cachivaches que allí había le fascinaban y luego me obligaba a bajarlos para restaurarlos con sus hábiles manos. Me encantaba su traje de faena, compuesto por una de mis viejas camisas azules tipo Oxford y unos pantalones cortos. Se estaba dejando el pelo largo, por lo que se lo recogía con una pequeña coleta que me permitía besarle el cuello por la espalda mientras la abrazaba por detrás. Una tarde me dio una caja con libretas de mi abuelo y me pidió que moviese un pesado taquillón que había delante de una de las paredes y de la habitación y cuya caída fue la responsable del ruido sordo que escuche el día que sufrí el apuñalamiento. Al retirarlo me percate de un extraño dibujo geométrico que había en la pared, justo detrás del mueble. Estaba compuesto de una gran cantidad de segmentos rectos que parecían describir un espacio rectangular, pero que se encontraban desplazadas unos con respectos a otros en ángulos que parecían desafiar la imaginación. Al mirarlo fijamente, el espacio parecía enfocarse y desenfocarse en el plano de la pared. No le di importancia, últimamente tenía problemas de presbicia, los cuales no quería reconocer por ser sintomático de la edad. Esa noche ojeé los cuadernos de mi abuelo y le hice una presentación de uno de los miembros más notables y raros de mi familia, el abuelo Guzmán. Era un gran matemático, eso decían en la facultad sus compañeros de departamento de geometría plana y del espacio, pero con tendencia a desvariar y a la soledad en los últimos años antes de su desaparición. Él nunca mostró mucho interés por mí ni por mi abuela, así que yo no sentí mucho su desaparición. En la familia se pensó que estaría en la alpujarra dando rienda suelta a sus desvaríos. Natalie se mostró atenta a mi historia y al terminar dirigió su mano a mis genitales suavemente, para luego presionarlos bruscamente, mientras me decía entre risas que si era genético el abandonar a las mujeres en mi familia me despidiese de mi virilidad. Hicimos el amor y dibuje nuestros nombres en su espalda con la yema de los dedos, mientras le decía al oído que en mí ese gen era recesivo.

Natalie se marchó a visitar a su tío, que tenían problemas de salud. En su ausencia comencé a pasar mucho tiempo en el desván y comencé a ojear las libretas de mi abuelo. Paralelo a su lectura comencé a fijarme de manera más concienzuda en el extraño dibujo de la pared y he de reconocer que cada vez me daba me causaba más intranquilidad, al igual que los cuadernos. Mi abuelo garabateaba sobre dimensiones dentro de esta dimensión y la apertura de puertas con marcas geométricas que permitiesen viajar a otros puntos temporales y sobre posibles secuelas físicas que podrían dejar.

Dejé de leer los libros, pero no de mirar a la figura de la pared. Un día me armé de valor y acerque mi mano al rectángulo central, mientras lo hacía parecía que la pared latía y venia hacía mí y no yo hacia ella. Retire la mano aterrado. Al día siguiente traje un ratón del laboratorio y lo acerque a la pared, para mi asombro el pobre animal al acercarse a la pared desapareció, como si esta lo devorase. Convencí a Natalie para subir el pesado taquillón y lo coloque delante de la marca. Me daba miedo, no le conté nada a ella de mis lecturas ni de la experiencia con el ratón, preferí olvidarlo. 

Natalie se recuperó de la muerte de su tío. Yo le dije bromeando que quién mejor que nuestro hijo para que nos llevase las arras y decidimos intentar tener uno. Fue en la alpujarra, esa noche bebimos mucho y Natalie me compró un abrigo largo de cuero marrón en un mercadillo del pueblo que regentaban unos hippies. Utilicé el abrigo para hacerle un striptease, se rió tanto que cayó de la cama. Hicimos el amor en el suelo y surgió la pequeña Lucía.

Tres meses después Natalie tenia fuertes jaquecas y desmayos que asocie al embarazo, pero cada vez esa teoría me convencía menos. Al mes fuimos a la consulta de un amigo oncólogo, tras unos resultados sospechosos en analíticas: glioblastoma. 

Natalie no quería que la interviniesen, sabia tan bien como yo de la progresión del tumor a un plazo medio y no quería que pudiese influir en la gestación de la pequeña Lucia. También se negó a la quimio. Yo no hice nada, salvo respetar su decisión, en la intimidad lloraba. Natalie empeoraba por momentos y me pidió que nos fuésemos a la alpujarra. Me marché con ella en el sexto mes de embarazo. Dos semanas después moría entre mis brazos, como un pequeño pez de colores que salta de la pecera. Llore con ella entre mis brazos y no fui capaz de reaccionar. La pequeña Lucia muere junto a su madre, según los médicos, nada se pudo hacer.
 
A los tres días estoy en mitad del salón de mi casa rodeado de gente, vivo en un silencio sordo rodeado de voces de amigos y familiares, similar al zumbido que provoca la caída de un obús, nunca lo he experimentado, pero eso dicen en las películas.

El obús cayó y mi mundo se vino abajo.

Pasan las semanas y no salgo de la casa, pierdo peso y duermo para soñar con ella, pero todas las mañanas la realidad me la arrebata de mis brazos. Mis amigos comienzan a preocuparse. Me obligan a reinsertarme en la sociedad. Pasa el tiempo y conozco a Julia. Julia es guapa y muy dulce, comenzamos a salir y practicamos sexo, solo sexo, pienso que llegará un momento en que haga el amor con ella. 

Julia se instala en mi casa, es 8 años más joven que yo y es un torbellino de vitalidad, me dejo llevar para engañarme a mí mismo. Pasan los meses y Julia cambia mi mundo, empezando por mi ropa, la clasifica y lo que no le gusta o esta viejo, lo empaqueta. Las cajas son bastante grandes, pero me dejo llevar. Creo que me estoy enamorando de nuevo.

Una tarde Julia vuelve, me regaña por la caja de ropa que aún no he subido al desván y saca un pequeño paquete del bolsillo de su abrigo y me lo entrega, mientras me dice feliz cumpleaños. No había caído en eso, no quería cumplir años. Se lo agradezco con un efusivo beso en la boca y comienzo a desnudarla. Se aleja de mi burlona y me dice que primero abra el regalo, suba la caja de ropa, y después ya veremos. Abro el regalo y resplandece con la luz de la sala: un abrecartas con hoja plateada, gruesa y con una piedra negra en la empuñadura, me quedo petrificado al verlo, me pica la herida. Mientras, Julia no estaba mostrando atención, se encontraba sacando de un armario el grueso y largo abrigo de piel marrón que me regalo Natalie, me lo colocaba sobre los hombros como si de un maniquí me tratase, mientras me decía que lo subiese también arriba de una vez por todas.

Julia recibe una llamada. Mientras subo de manera pesada y como un autómata la escalera me doy cuenta de lo viejo y roído del largo y pesado abrigo y me guardo el abrecartas en un bolsillo. La cicatriz del pecho pica más. Lloro por Julia, pero me digo que merecerá la pena.

Lo último que oye Julia es el retumbar en el techo del pesado taquillón desplazándose.


lunes, 4 de marzo de 2013

La sombra

Y el baúl se quedo vacío... y a simple vista nada llevaba a pensar lo contrario. Las gruesas paredes de madera que lo conformaban estaban forradas de un terciopelo negro como la boca de un lobo, que absorbía el mínimo resquicio de luminosidad y se asemejaba a lo que era mi infantil concepción de un agujero negro. Su tacto era frío y resbaladizo, toda la mañana me había familiarizado con él, al palpar el continente del cofre en toda su extensión. El pulpejo de mis dedos presionaba cada milímetro buscando algo que ella hubiese dejado. Nada, solo el vacío, eso pensaba. Ese agujero negro que era el baúl, antes había contenido mi centro del universo en torno al cual gravitaba, y de golpe, la nada. No tenía órbita, flotaba en la alcoba con el pánico como compañero de viaje, mientras el amor se desangraba y por las dentelladas crueles del odio, ya notaba la sangre amarga en mi boca.

Pensé en prenderle fuego, habría sido lo mejor, cremarlo todo como si de una pira vikinga se tratase, pero el perfume que aún manaba del baúl lo impidió: eso me dejó, el perfume. Su perfume, con el que tantas veces vistió mi cuerpo desnudo a través de su cuerpo. El perfume, que mezclamos con sudor de nuestros torsos. El perfume, que lamí de su vientre, de sus pechos, de su pubis. Me acosté en el erial que era nuestro lecho con el baúl abierto a los pies de la cama, como desafiante esfinge que me vigilaba. Traté de que el sueño viniese a mí, pero se burlaba saltando de la lámpara a la ventana. Me miraba burlonamente y me preguntaba por nuestro pasado. Yo me desesperaba y lloraba ante lo cruel del espectáculo. De pronto vi como bajaba de la lámpara del techo y se metía en el baúl. De allí emergió sonriente de la mano de una alta figura de mujer, negra como la noche y desnuda como la luna. Los dos se metieron en la cama, y mientras la familiar sombra femenina me rodeaba con sus brazos y se acurrucaba sobre mi pecho, el sueño ponía su mano en mi frente y me tapaba los ojos. Todo estaba oscuro, estaba en el agujero negro que se comió mi universo. La sombra de mi amada clavó primero las uñas en mi pecho, para continuar abriéndose paso entre la carne con sus dedos desnudos, rasgando mis músculos y haciendo brotar sangre de mi pecho. Llegó por fin con sus frías garras hasta mi corazón y mientras me desangraba, el perfume se mezclaba con el metálico olor de la sangre. Cuando el dolor era insoportable, me susurro al oído: Tus latidos, ahora más que nunca, serán míos…

Quizá el efecto del bote de pastillas se estuviese pasando, pero el dolor que sentía en las muñecas por los cortes me había vuelto a la realidad. La cabeza la tenía hundida hasta las orejas en el agua roja por la sangre. El vaho del cuarto de baño me dejaba ver solo sombras, su sombra. Allí estaba, mirándome impasible, como siempre. Grité con todas mis fuerzas: Espero que por fin te dignes a responderme” “ves lo que has hecho” “ves lo que has desencadenado” “sufre, como sufro yo, y que la culpa te marque para siempre Al gritar, la sangrienta agua entra en mi boca. La sombra se desvanece, por fin. De repente comienzo a sollozar y gemir, "Ahora, oh Dios, lo comprendo, las sombras no pueden responder y no tienen sentimiento de culpa, ¿qué he hecho?. Me hundo en la bañera y me mezclo con el rojo, mientras cae el telón de mis pesados párpados y me falta el aire. Se marchó y me dejo su sombra. El baúl no estaba tan vacío como pensaba.